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Ana Pérez Luna
9 de abril, 2018
“Todo pasó hace tanto tiempo que hay noches que no estoy segura si ocurrió de verdad, pero justo antes que amanezca, me despierto y siento que me traspasa el frío inmenso e inacabable de la noche polar. Entonces, me estremezco en mi cama y la luz del sol no consigue calentarme”
Así comienza este maravilloso filme de Isabel Coixet, en el que una madura Juliette Binoche encarna a Josephine Peary, la protagonista, una pequeña gran mujer cuyos oscuros atuendos destacan entre los paisajes gélidos de cada fotograma.
El drama es presentado como una antítesis que, de manera recurrente, contrapone elementos antagónicos. Para empezar, el tema principal: un viaje. El viaje que Josephine emprende para reunirse con su marido, el explorador que descubrirá el Polo Norte y que, finalmente, termina mutando en un profundo y accidentado viaje interior. Una verdadera inmersión del personaje que pone en jaque sus valores personales y culturales a la vez que desencadena una gran transformación personal.
Isabel Coixet no podía faltar a su fiel compromiso con la fortaleza femenina. Las historias que la directora hila suelen estar protagonizadas por mujeres autónomas, independientes y poderosas. Es el caso de Josephine Peary, quien como decimos, aparentemente inicia su travesía para compartir la gesta de su marido: el glorioso instante en que la bandera estadounidense ondeará sobre la superficie ártica. Sin embargo, el espectador no sólo no asistirá a ese momento, tampoco tendrá la oportunidad de poner cara a una especie de “protagonista elíptico”: Robert Peary.
Resulta difícil no ver una alegoría entre la primera escena en la que una Binoche de risa fácil casi frívola, dispara y acaba con la vida de un oso blanco, y la ausencia anteriormente mencionada del que podría haber sido el verdadero protagonista: el conquistador. Esta presunta alegoría toma fuerza cuando uno de los inuit, se refiere a Robert Peary como un “oso blanco” capaz de sobrevivir en las circunstancias extremas que se dan en el lugar.
Como coprotagonista, Allaka, la amante embarazada del marido del Josephine. Ambas, de edades opuestas y en un principio enfrentadas, terminan construyendo una relación de enorme sororidad solo fracturada por una situación de fuerza mayor.
Esta historia, como suele ser habitual, recrea los argumentos universales del cine de todos los tiempos (búsqueda de un tesoro literal o simbólico, el viaje, la intemperie o el retorno al hogar) pero por encima de ellos, en “Nadie quiere la noche” encontramos siempre la antítesis, el contraste del blanco sobre el negro, la vida y la muerte, la luz del día y la oscuridad nocturna, dos culturas distanciadas, valores opuestos: el éxito y la ambición frente a la pureza y la inocencia, el héroe frente a la heroína…
“Dejé atrás aquella oscuridad, volví a la luz y con ella a la vida; había conocido la brutal intemperie, pero de nuevo tendría un techo sobre mi cabeza. Pero cruzando el remoto glaciar, de vuelta a casa, supe que nunca encontraría refugio para la larga noche a la que mi alma se asomaba”.
La protagonista pone fin a la historia con estas palabras acompañadas por una alusiva música de fondo, la de los “felices años veinte”. El triunfo de una sociedad sobre otra.