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Ana Pérez Luna
27 de abril, 2018
Un artículo publicado en eldiario.es
Ni justa, ni ejemplarizante, así es la sentencia que ayer, ante una gran expectación, se hizo pública sobre el caso de “la Manada”. Si podemos sacar una conclusión clara es que gana el machismo, al que le sale barato violar mientras a las mujeres nos sale muy caro el simple hecho de salir a la calle. El espacio público les pertenece a ellos, y el privado, hasta el rincón más íntimo de tu propio cuerpo, también: por las buenas o por las malas.
Incluso esto último, si fue por las buenas o por las malas, lo han sentenciado ellos, han decidido que la mujer de 18 años violada durante los Sanfermines de 2016 por cinco depravados, según el código patriarcal, ni sintió el dolor suficiente, ni se resistió lo estipulado.
La consecuencia no es solo que los agresores vean rebajada su pena, que ya es motivo más que suficiente para indignarse. Hay cuestiones mucho más graves y tienen que ver con el hecho de que una sociedad o una gran parte de ella (como el 50% que representamos las mujeres) deje de creer en las herramientas de las que se ha dotado para convivir y sobrevivir. Un elemento clave y premonitorio en situaciones de convulsión y conflicto social.
La expectación que ha generado este caso nada tiene que ver con el resultado de ninguna liga de fútbol, ni con ningún caso de corrupción política, tampoco con el resultado de una encuesta preelectoral. La expectación está directamente relacionada con la mezcla de miedo, asco y rebeldía que sentimos la mujeres todos los días.
El miedo. Miedo a que te violen al salir a la calle, al hacer deporte al aire libre o al bajarte del coche en un parking. Terror a coger un taxi sola de noche para volver a casa, a entrar en el portal o a cruzarte con un extraño en una calle solitaria. Pánico a compartir el ascensor sola con hombres o a abrir la puerta a un desconocido.
El asco. Asco ante determinadas miradas y comentarios repugnantes por la calle y a plena luz del día. Asco de soportar el roce forzado de desconocidos en transporte público o en la cola de cualquier establecimiento. Allí donde ellos decidan que no existe zona de confort que valga, pues es la suya la que impera y ellos convienen que esta empieza donde acaba tu cuerpo.
La rebeldía. La rebeldía de aguantar, de aguantar desde hoy mucho más. De soportar los peores salarios y las condiciones más precarias. De que el acoso tenga siempre cara de mujer. De ser un objeto sexual y no una profesional. La indignación de sentir que no tienes los mismos derechos aunque lo recoja el papel más timbrado y oficial del mundo. Que la libertad real no existe para ti por muy independiente y autónoma que te hayas creído en un determinado momento de tu vida. La impotencia de sentir que existe un veto político, social, profesional y hasta personal para ti por el simple hecho de ser mujer. La rabia de comprobar que el NO es NO no pasa de ser un slogan político. La indignación de comprobar que la nueva política no iba con nosotras y que mientras ellos pelean por su espacio, el de “el cambio”, “la democracia real ya” o la “horizontalidad”, el lugar que queda para ti es un cartel degradado de fondo que dice “nosotras”.
Muchas ya andábamos bastante descreídas, y no esperábamos una sentencia justa, pero sí, al menos, ejemplarizante, disuasoria. Que aportase alguna esperanza para pensar que ese miedo, ese asco y esa rabia que sentimos a diario están en vía de extinción y la sociedad igualitaria por la que tanto hemos luchado aunque sea poco a poco, y con las correspondientes zancadillas, seguía abriéndose paso hacia delante. Pero lo de ayer fue un mazazo.
Desde la responsabilidad política se llama como en otras ocasiones al respeto por la justicia. Pero ayer muchas sentimos que queríamos creer en la justicia como último eslabón al que engancharnos cuando toda una cadena falla, y la justicia nos dejó tiradas marcando un antes y un después, abriendo la veda para normalizar una sociedad con un machismo atroz que, como vemos, ya casi no entiende de límites.
Hay un componente que nos resulta especialmente preocupante a quienes llevamos años trabajando y apostando por el feminismo y la igualdad: el generacional. La manada, entre quienes se encuentran un militar y un guardia civil (aquello de ¿y al guarda quién lo guarda?) pertenece a una generación que ha despreciado por completo todos los esfuerzos y recursos destinados a la educación, la sensibilización y a implantar una sociedad justa donde mujeres y hombres compartamos el espacio y convivamos en paz. Han decidido convertirse en animales salvajes herederos de un patriarcado cuyo código de conducta es el machismo violento e inhumano. Y la justicia casi les ha dado la razón.
Ante esta situación a las mujeres solo nos queda tomar las calles juntas y hacerlas también nuestras, como ya ocurriera el pasado 8 de marzo, en 2014 durante el llamado Tren de la libertad, o en otras tantas batallas históricas que llevamos ganadas.
Adelante, siempre adelante.